miércoles, 13 de octubre de 2010

OBSOLESCENCIA

LA TODOPODEROSA MICROSOFT EStá en crisis por cuenta del caos de su sistema operativo Windows, Hotmail es un servidor de correo prehistórico, Facebook, envidia del mundo hasta ayer, se está volviendo anticuado debido al empuje de Twitter, el computador o el celular que compraste el año pasado ya son de penúltima moda, el Kindle de Amazon dejó de ser la gran novedad y podría ser enterrado por el iPad o por la tableta Chrome de Google, y hace mucho (¿diez años es mucho?) desaparecieron Netscape, WordStar, WordPerfect, mientras que agonizan Lotus Notes, Eudora y los Palm-Pilots, arrasados por los Blackberry y los iPhones. Nos asedia una obsolescencia tan rauda que uno apenas siente pasar la ráfaga. Decía Marshall McLuhan: “Si funciona, es obsoleto”. Pues bien, vivimos como yo-yos bajo el yugo de este aforismo espantoso.

La obsolescencia planificada apenas se aceleró con la era digital, pero no empezó con ella. Data por allá de fines de la Segunda Guerra Mundial, cuando hubo una gran explosión de diseño industrial y de invención tecnológica. De hecho, fue entonces cuando el mercadeo por obsolescencia se popularizó con la perniciosa idea de hacer que la gente se enviciara al consumo. El fastidio actual no se limita al exasperante cambio periódico de los objetos y los programas, sino que ahora se utilizan técnicas de mercadeo cada vez más insidiosas e invasivas para vendernos lo nuevo. ¿Qué tal, por ejemplo, el Neuromarketing que va directo al inconsciente? Una agresión cruda. Como resultado, tenemos a una persona pensante haciendo cola para comprar un iPad a las tres de la mañana afuera de un almacén. ¿No es mejor dormir? No, parece que para los enviciados a la novedad dormir equivale a perder el tiempo.

De mi parte, he de decir que no siento la menor envidia por esos billonarios que hacen y pierden fortunas en la montaña rusa de las nuevas tecnologías. Muchos son víctimas de su propio invento y les basta con cometer un error estratégico para ir a parar al basurero. Supongo, sí, que no son tontos y que en el proceso ponen a buen recaudo una jugosa jubilación. Pero en últimas uno quizá entienda al empresario que recurre a la obsolescencia acelerada para vender más, lo que no entiende es por qué los gurús de la tecnología pretenden elevarla a categoría espiritual, a una suerte de destino sublime. Vaya “filósofos”.

El resultado de este mercadeo desbocado es gracioso. Un adolescente de hoy, confrontado con un teléfono de disco, no tendrá ni la menor idea de qué hacer para marcar un número a menos que haya visto muchas películas viejas, y si de ñapa le damos una regla de cálculo para que pase su examen de física, quedará fascinado y paralizado ante las extrañas escalas logarítmicas.

Aunque los “expertos” se hacen lenguas sobre el beneficio de lo nuevo, éste es de doble filo. Nuestra memoria RAM, por así llamarla, tiene obvias limitaciones biológicas que no permiten expandirla ad líbitum y en estos momentos está siendo copada a un ritmo esterilizante. Mi asistente, una mujer en los primeros escalones del tercer piso, se pregunta: “¿Entonces vamos a ser una generación sin clásicos?”. Por lo visto.

El cáncer de la novedad fragmentada se está cargando a los periódicos de papel y quiere seguir con los libros. La dieta de capsulitas, inventada para los astronautas, ahora nos toca a los lectores. ¿Quedará algo sólido en pie si mañana nos aburrimos de la eterna novedad?

andreshoyos@elmalpensante.com

El Espectador. Octubre 13 de 2010 - Andrés Hoyos

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