Todos los caminos conducen a Roma, nos han dicho siempre. ¡Es mentira! Todos conducen a Sumer, la civilización que floreció a mediados del milenio IV a. C. en Mesopotamia, entre el Tigris y el Éufrates. Con los sumerios empieza la tecnología, la ciencia, el respeto por el otro, la civilización, la historia toda.
Los sumerios empezaron por el principio: inventaron la rueda hacia el 3.500 antes de Cristo y el mundo empezó a girar: la polea, los piñones, el reloj, el round point, el cine, el bolígrafo, la bicicleta y el modelo atómico son algunas de las consecuencias de esta invención. ¿Cuál habría sido la historia de la humanidad sin la rueda? Es impensable. Podría ser tan notable como el de las civilizaciones precolombinas, que conocieron el círculo geométrico mas no la rueda de cada día. O tan pobre como el de ciertas tribus de Nueva Guinea, que aún no la descubren, pero ya la aborrecen, justo al contrario de los pueblos celtas, que la adoraron mucho antes de usarla. (Recordemos aquí a los griegos, que adoraron la esfera y la fatalidad, y los católicos, que idolatran de soslayo el triángulo, símbolo de la Trinidad, eco herético del politeísmo).
Exactamente por la misma época apareció allí la escritura cuneiforme, unos signos que parecen pisadas de pájaro sobre unas tablillas de barro fresco que luego se ponían a secar al sol de Sumer (quizá por esto llamamos hoy “ladrillos” a los libros pesados y oscuros). Todos los himnos y las plegarias y las blasfemias y los poemas del mundo estaban ya, en potencia, en los garabatos sumerios.
Diecisiete siglos después, los jueces de Babilonia redactaron sobre una piedra negra de basalto de dos metros de altura el Código de Hammurabi, el primer intento conocido de poner por escrito normas sociales de convivencia, las leyes del respeto por el otro, el verdadero comienzo de la civilización.
En el mismo siglo del Código, el XVIII a. C., los matemáticos babilonios idearon un método de numeración posicional del cual se deriva nuestro sistema decimal, el de las unidades, las decenas y las centenas. (El cero es un invento indú; sin él, la aritmética nunca habría alcanzado la orilla de los números negativos y nuestra matemática valdría menos que un cero a la izquierda).
No contentos con esto, los babilonios, hijos de los sumerios, inventaron la astronomía con una precisión estelar. Las mediciones actuales de los eclipses lunares, demos por caso, comportan errores de hasta medio segundo de arco por año en la determinación del movimiento del Sol. El error promedio de los cálculos de Kidinnú, astrólogo de Babilonia, ¡era de siete décimas de segundo!
Allí, pues, en esa pequeña región de lo que hoy es Irak, se idearon o se pusieron a punto cinco ingenios cruciales de la humanidad: la rueda, la escritura, la matemática, el derecho y la astronomía. Y cada día, desde que Dios amanece, usamos los cinco: llevamos las cuentas y lo medimos todo con el sistema decimal, sus ruedas mueven nuestros carros y las máquinas, con su astronomía proyectamos calendarios, cálculos meteorológicos y trabajos agrícolas, y el derecho refrena nuestros peores instintos y le pone límites al atávico egoísmo de la especie. (Estas cosas me las enseñó un amigo que todos los días, al caer la tarde, se inclina hacia Oriente e intercala en el padre nuestro un versículo de gratitud a “nuestros hermanos de Sumer”).
Julio César Londoño. El Espectador. Opinión. Agosto de 2008